Imagen: AFP
Por Rubén Dri *
El 23 de diciembre, organizado por la Asociación Madres de Plaza de
Mayo, se llevó a cabo el juicio ético a la Iglesia cómplice de la
dictadura militar. Se resaltó que el juicio no era a toda la Iglesia
ni era contra la fe o contra el cristianismo, sino contra la Iglesia
cómplice. Se recalcó que hubo otra Iglesia comprometida, cuyos
militantes fueron perseguidos, secuestrados, encarcelados, torturados
y "desaparecidos" como todos los militantes populares. En el juicio
expuse conceptos centrales de una verdadera Teología de Mal, que ya
había expuesto en Teología y dominación y que, por diversos motivos,
habían pasado inadvertidos. Varios me expresaron asombro y horror. Me
parece, pues, importante reproducir algunos conceptos entonces
publicados, previa readecuación al momento presente. Ello echa un poco
de claridad sobre los hechos aberrantes que salen a luz a raíz de los
juicios a los máximos responsables del genocidio.
Los crímenes de la dictadura militar fueron impulsados por una
determinada mística del soldado cristiano que ha sido coherentemente
mantenida por los vicarios y el provicario castrense, en el período
que va del '76 al '83. La concepción de la presencia de "Dios en el
soldado", que defendía el provicario Victorio Bonamín en 1976, es la
misma que está presente en la concepción de los militares argentinos
como "soldados del evangelio" que sostiene el vicario castrense José
Medina en 1982.
Tanto Bonamín como Medina son buenos exponentes de esta concepción del
militar cristiano. Pero tal vez sea el vicario y presidente de la
Conferencia Episcopal Argentina, Adolfo Tortolo, la voz más
autorizada. Sus conceptos al respecto son sobrecogedores y permiten en
cierta manera comprender la "furia mística" de ciertos militares como
Videla. "El cristiano toma en sus manos -como hombre que vive su
conciencia sacerdotal- el don de la vida natural y la ofrece a Dios
destruyéndose o inmolándose en reconocimiento de la infinita majestad
de Dios y en prueba de su entrega definitiva al Ideal. Esto nos lleva
a la ofrenda en aras de un Ideal cuya raíz es Dios; al servir a la
Patria hasta morir por ella."
Ya tenemos los conceptos que fundamentarán la mística del soldado
cristiano, capaz de morir y de matar: la "Infinita Majestad de Dios",
Dios todopoderoso, el cual exige destrucción o inmolación. Dios es un
Ideal que se alimenta de la destrucción de la vida natural. Necesita
sangre. De Dios deriva la Patria, que viene a ser una encarnación
divina; en consecuencia un Ideal que solo vivirá de inmolación y
destrucción.
"El amor a la Patria es sagrado [...] Cristo amó a su Patria,
sojuzgada entonces por Roma. Dignificó y santificó de este modo el
valor de la Patria. El amor a la Patria, que debe ser generoso y leal
en cualquier hombre, debe serlo doblemente en el cristiano. Si morir
por la Patria es dulce para cualquier hombre de bien, más dulce lo es
para el cristiano que contempla el universo a la luz de la fe, y a la
luz de la fe considera el Ideal de la Patria. Este amor a la Patria
debe darse en grado eminente y heroico en quienes integran las Fuerzas
Armadas de una Nación." Un amor "en grado eminente y heroico" a un
Ideal que exige inmolación y destrucción puede ser terrible, puede
llevar a la furia de la destrucción "más allá del bien y del mal".
Continúa el vicario castrense: "La vocación militar está signada por
el riesgo permanente. Riesgo que la Fortaleza espiritual dinamiza y
nutre. En las Fuerzas Armadas debe darse una clara y decidida vocación
a la muerte como ideal inherente a su más entrañable Ideal Militar,
condición 'sine qua non' para vivir el sentido heroico de la vida y
para realizarse con el plasma que plasma héroes". La "Fortaleza
espiritual", es decir, la mística que proporciona la legitimación
teológica que realiza el vicariato, "nutre y dinamiza" el "riesgo
permanente" de los militares, ese jugarse siempre al borde de la
muerte que los caracteriza, porque al Ideal Militar le es inherente la
vocación a la muerte. Allí está presente la Iglesia con su teología de
la muerte para sostener espiritualmente a los caballeros de la muerte.
Pero el vicario castrense no deja de seguir internándose en estas
profundas sendas de la mística de la muerte: "El héroe está hecho de
renuncias personales, de grandeza de alma, de fe integral, ajena a
toda servidumbre espuria. El héroe está situado inmediatamente después
que el santo -sin olvidar que todo santo es héroe- así sea héroe con
el heroísmo de la humildad y del silencio". El texto habla de por sí.
El héroe, o sea, el militar, viene inmediatamente después del santo, o
sea del sacerdote, sin olvidar que todo santo o sacerdote es héroe o
militar, el santo y el héroe, la cruz y la espada, la Iglesia y el
Estado. El sacerdote u hombre de Iglesia es un santo-héroe y el
militar un héroe-santo, anverso y reverso de la misma realidad, con
hegemonía del santo pero que sólo puede hacerla valer con la fuerza
del héroe.
Luego viene la estremecedora conclusión: "No es necesaria la efusión
de sangre para ser héroe. Basta vivir el terrible cotidiano, sin dejar
de cultivar la perspectiva de una senda que exija la efusión de
sangre". Creo que no es necesario agregar nada más. Aquí está en toda
su trágica dimensión lo sustancial de una Teología de la Dominación,
que se manifiesta crudamente como Teología de la Muerte, que sirvió
para mantener el espíritu de los militares que sólo mediante un
genocidio creían poder volver atrás la historia para revivir los
supuestos idílicos tiempos de la perfecta unión entre la cruz y la
espada.
La Teología de la Dominación en su versión más acabada de la Teología
de la Muerte desarrollada por los vicarios castrenses, con su
correspondiente mística del soldado cristiano, debía ser aplicada por
los capellanes militares, cuya labor era, como la definió Bonamín,
"formar espiritualmente y doctrinariamente a los cadetes y soldados".
Monseñor Antonio Plaza, al estrenarse como flamante capellán de la
policía bonaerense, la de Camps, aseguró que la Iglesia brindaría
"fortaleza espiritual" a los integrantes de los cuadros policiales y a
sus familias "para templarlos ante la adversidad".
Los capellanes militares junto con los integrantes de las Fuerzas
Armadas y policiales, en los centros clandestinos, en sus relaciones
con las familias de los militares, eran la cruz junto a la espada, el
espíritu que animaba a la materia, lo sagrado que daba sentido a lo
profano, es decir, a los secuestros, torturas y desapariciones. En
efecto, de acuerdo con la mística que se deriva de la concepción del
Dios mayestático que exige inmolación y destrucción, el capellán
Mackinnon podía invocar a Dios "para que nuestro uniforme no tenga
otra mancha que la de la sangre propia o ajena derramada por una causa
justa; porque esta sangre no mancha, dignifica".
Esta acción mostró su eficacia en los centros clandestinos. Hay
testimonios sobre la existencia de interrogadores cursillistas, además
del conocimiento que tenemos de la existencia de toda una brigada que
llevaba el nombre de "Colores", el himno del cursillismo, cuyo
representante principal, apellidado precisamente Colores, se
caracterizaba por la manera en que gozaba las torturas. Había
militares que en los centros clandestinos usaban el rosario, militares
torturadores que se consideraban cruzados, inquisidores, enviados de
Dios en contra de los diablos; torturadores que interrogaban sobre la
fe de sus víctimas; y por supuesto la continua proclamación de "los
valores occidentales y cristianos" por los que se lucha.
* Profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
28.12.10
Cortesía de Teodoro Guerrero
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