Estados Unidos: Techo de vidrio
NÉSTOR NÚÑEZ
Que la Casa Blanca se dedique años tras año a clasificar al resto del mundo entre amigos o no del terrorismo, y que se empeñe en castigos brutales contra luchadores a brazo partido contra ese flagelo mientras protege a públicos genocidas, resulta una inconsecuencia que no pasa por alto mucha gente en nuestros días.
Y no podía ser de otra forma, porque el devenir del Imperio está lleno de tales dobleces, y porque su historia de expansión y consolidación resulta un culto enfermizo a la violencia, la imposición por la fuerza y, por supuesto, al uso del terror.
Genocidio y terrorismo a escala oficial fue el desalojo forzoso de las tribus originarias del territorio norteamericano, la llamada marcha al oeste, y la ocupación de vastas extensiones por intereses agrícolas, ganaderos, mineros y de transporte, a cuenta del exterminio y la reducción de las tituladas "reservaciones" de las tribus asentadas en esos patios.
La guerra y la devastación resultaron además las armas para despojar a México de la mitad de su territorio y anexarlo a la voraz Unión, y el intervencionismo bélico funcionó para poner fin al colonialismo español en Cuba y sustituirlo por la dependencia más absoluta.
Mediante el terror y la inhumanidad fueron también esclavizados millones de negros como mano de obra en las plantaciones sureñas norteamericanas, y la violencia y la muerte volvieron a la carga a la hora de segregarlos y discriminarlos como pretendidos "ciudadanos libres".
Washington ha formado y se ha servido además de terroristas y de sus criminales fechorías para cambiar gobiernos ajenos, atacar a pueblos empeñados en su independencia, como el cubano, y últimamente organizarlos en pomposas agencias de seguridad como la Blackwater o la Dyn Corp en apoyo a acciones interventoras como las de Afganistán e Iraq. En ese último país centroasiático, por ejemplo, operan no menos de sesenta empresas de mercenarios, con unos 28 mil "empleados" norteamericanos o reclutados en el extranjero.
Mientras, en el interior del Imperio pululan agrupaciones supremacistas, estamentos racistas y facciones neonazis, causantes, entre otros desastrosos atentados, de las voladura en 1995 de un edificio federal en Oklahoma, con el saldo de 168 muertos.
Pero la historia no concluye ahí.
El asesinato político, otra de las variantes del terrorismo Made in USA, tiene un notable fólder, incluso dentro de los propios Estados Unidos.
Según cálculos de estudiosos del tema, de los al menos cuarenta magnicidios o intentos de acabar con la vida de personajes públicos en el mundo durante el siglo pasado, más de la cuarta parte corresponde a actos criminales ejecutados en o por los Estados Unidos.
Clasifican en la lista los asesinatos del presidente John F. Kennedy y su hermano Robert, la muerte violenta del reverendo Martin Luther King y la eliminación física del líder radical Malcolm X, entre otros atentados.
Mientras, a la sombra de los intereses imperiales fueron eliminados de una forma u otra en el exterior figuras como Augusto César Sandino, en Nicaragua; Patricio Lumumba, en el Congo; el presidente chileno Salvador Allende; y el comandante Ernesto Guevara, sin contar la larga lista de intentos de segar la vida del máximo líder de la Revolución Cubana.
Recuérdese en ese sentido que todavía ninguna administración norteamericana ha respondido a la interrogante pública formulada hace buen tiempo por Fidel Castro acerca de si la Casa Blanca dio nuevamente luz verde en años pasados a la eliminación física de figuras extranjeras, como pretendido instrumento para frenar corrientes políticas ajenas a los dictados de la metrópoli.
Como es aún materia pendiente la libertad, la impunidad y la desfachatez con las cuales criminales confesos tales Luis Posada Carriles viven y actúan en territorio de los Estados Unidos, donde ninguna autoridad osa tocarles ni con el pétalo de una rosa.
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