miércoles, 4 de mayo de 2011

Libia: Lo justo y lo injusto por Ignacio Ramonet*


>Ignacio Ramonet*



“Todos los pueblos del mundo
que han lidiado por la libertad
han exterminado al fin a sus tiranos.”
Simón Bolívar

Los insurgentes libios merecen la ayuda de todos los demócratas. El coronel
Gadafi es indefendible. La coalición internacional que lo ataca carece de
credibilidad. No se construye una democracia con bombas extranjeras. Por ser en
parte contradictorias, estas cuatro evidencias nutren cierto malestar, en
particular en el seno de las izquierdas, con respecto a la operación
Amanecer de
la Odisea comenzada el pasado 19 de marzo.

La insurrección de las sociedades árabes constituye el mayor acontecimiento
político internacional desde el derrumbe, en Europa, del socialismo autoritario
de Estado en 1989. La caída del muro del Miedo en las autocracias árabes es el
equivalente contemporáneo de la caída del muro de Berlín. Un auténtico
terremoto
mundial. Por producirse en el área de mayores reservas de hidrocarburos del
planeta, y en el epicentro del \”foco perturbador\” del mundo (ese \”arco de
todas las crisis\” que va de Pakistán al Sahara Occidental, pasando por Irán,
Afganistán, Irak, Líbano, Palestina, Somalia, Sudán, Darfur y Sahel),
su onda de
expansión modifica toda la geopolítica internacional.


Algo se rompió para siempre en el mundo árabe el pasado 14 de enero. Ese día,
manifestantes tunecinos que desde hacía semanas reclamaban en las plazas
libertad y democracia, consiguieron derrocar al déspota Ben Alí. Comenzaba el
deshielo de las viejas tiranías árabes. Un mes después, en Egipto,
corazón de la
vida política árabe, un poderoso movimiento de protesta social expulsaba a su
vez del poder al general Mubarak. Entonces, como si de repente descubriesen que
los regímenes autoritarios, desde Marruecos hasta Bahréin, fuesen colosos con
pies de arena, decenas de miles de ciudadanos árabes se lanzaron a las plazas
gritando su hartazgo infinito de los ajustes sociales y de las dictaduras (1).

La fuerza espóntanea de estos vientos de libertad sorprendió a todas las
cancillerías del mundo. Cuando comenzaron a soplar sobre las dictaduras aliadas
de Occidente (en Túnez, Egipto, Marruecos, Jordania, Arabia Saudí, Bahréin,
Irak, Yemen), las grandes capitales occidentales, empezando por Washington,
Londres y París, se sumieron en un prudente mutismo, o alternaron declaraciones
que revelaban su profundo malestar ante el riesgo de ver desaparecer a sus
\”amigos dictadores\” (2).

Mucho más sorprendente fue, durante esta primera fase (de mediados de diciembre
a mediados de febrero), el silencio de los gobiernos progresistas de América
Latina, considerados por toda una parte de la izquierda internacional como su
principal referente contemporáneo. Sorpresa tanto más grande puesto que estos
Gobiernos tienen mucho en común con el movimiento insurreccional árabe: habían
llegado al poder mediante las urnas, aupados por poderosos movimientos sociales
(en Venezuela, Brasil, Uruguay y Paraguay) que, en varios países (Ecuador,
Bolivia, Argentina), después de haber resistido a dictaduras militares, también
habían derrocado pacíficamente a gobernantes corruptos.


Inmediata debía de haber sido allí la solidaridad con las
insurrecciones árabes,
réplicas de sus propios alzamientos cívicos. No lo fue. Y eso que el carácter
izquierdista del movimiento no ofrecía dudas. El conocido intelectual egipcio
Samir Amin lo describe así: \”Las fuerzas principales en movimiento durante los
meses de enero y de febrero eran de izquierdas. Demostraron que tenían una
resonancia popular gigantesca pues llegaron a movilizar a ¡más de quince
millones de manifestantes en todo Egipto! Los jóvenes, los comunistas,
fragmentos de las clases medias democráticas constituyeron la columna vertebral
de ese movimiento\” (3).


A pesar de ello, hubo que esperar al 14 de febrero -o sea tres días después de
la caída del odiado Mubarak y un día antes del comienzo de la insurrección
popular en Libia- para que, por fin, un líder latinoamericano (Fidel Castro)
calificase la rebelión árabe de \”revolucionaria\” en una declaración que
explicaba con lucidez: \”Los pueblos no desafían la represión y la muerte, ni
permanecen noches enteras protestando con energía, por cuestiones simplemente
formales. Lo hacen cuando sus derechos legales y materiales son
sacrificados sin
piedad a las exigencias insaciables de políticos corruptos y de los círculos
nacionales e internacionales que saquean el país\” (4).
Pero cuando, naturalmente, esa rebelión se extendió a los Estados autoritarios
del mal llamado \”socialismo árabe\” (Argelia, Libia, Siria), cayó de nuevo un
pesado mutismo en las capitales del progresismo latinoamericano. Políticamente
podía aún interpretarse de dos maneras: simple prolongación del prudente
silencio que hasta entonces, globalmente, habían observado esas
cancillerías con
respecto a acontecimientos muy alejados de sus principales centros de
interés; o
expresión de un malestar político frente al riesgo de perder, en su
pulso con el
imperialismo, a aliados estratégicos…
Ante el peligro de que triunfase esta segunda opción, varios intelectuales
relevantes (5) avisaron de inmediato que ello significaría algo impensable para
Gobiernos seguidores del mensaje universal del bolivarianismo. Porque sería
afirmar que una relación estratégica entre Estados es más importante que la
solidaridad con los pueblos en lucha. Lo cual conduciría, más tarde o más
temprano, a cerrar los ojos ante cualquier eventual atrocidad contra los
derechos humanos (6). Y en este caso el ideal solidario de la revolución
latinoamericana naufragaría en el helado océano de la Realpolitik.
En el tablero de la política internacional, la Realpolitik (definida por
Bismarck, el \”canciller de hierro\” prusiano, en 1862) considera que
los países
se reducen a sus Estados. Jamás toma en cuenta a sus sociedades. Según
ella, los
Estados se mueven sólo en función de sus fríos intereses y de sus alianzas
estratégicas (cuya finalidad esencial es la preservación del Estado, no la
protección de la sociedad). Desde la paz de Westfalia en 1648, la doctrina
geopolítica establece que la soberanía de los Estados es intangible en virtud
del principio de no-injerencia, y que un Gobierno, sea cual sea el modo en que
llegó al poder, tiene total libertad de hacer lo que quiera en sus asuntos
internos.


Semejante idea de la soberanía -que sigue siendo dominante- ha visto erosionada
su legitimidad desde el final de la Guerra Fría en 1989. Y ello en
nombre de los
derechos de los ciudadanos, y de una concepción más ética de las relaciones
internacionales. Las dictaduras, cuyo número se reduce de año en año, van
resultando cada vez más ilegítimas en criterios del derecho internacional. Y
moralmente inaceptables porque, entre otros graves abusos, desposeen a las
personas de sus atributos de ciudadano.
Basado en este razonamiento, se desarrolló en los años 1990, el concepto de
derecho de injerencia o deber de asistencia que condujo, pese a aceptables
pretextos de fachada, a desastres político-humanitarios de gran envergadura en
Kosovo, Somalia, Bosnia… Y finalmente, bajo la conducción de los
neoconservadores estadounidenes, al desastre total de la guerra de Irak (7).


Pero tan trágicos fracasos no han interrumpido la idea de que un mundo más
civilizado debe ir abandonando una concepción de la soberanía interna
establecida hace casi cuatro siglos en nombre de la cual poderes no elegidos
democráticamente han cometido (y cometen) incontables atrocidades contra sus
propios pueblos.


En 2006, las Naciones Unidas, en su Resolución 1674, han hecho de la protección
de los civiles, incluso contra su propio Gobierno cuando éste usa armas de
guerra para reprimir manifestaciones pacíficas, una cuestión fundamental. Que
modifica, por primera vez desde el Tratado de Westfalia, -en materia de derecho
internacional- la concepción misma de la soberanía interna y del principio de
no-injerencia. La Corte Penal Internacional (CPI), creada en 2002, va en
idéntico sentido.
Y en ese mismo espíritu, muchos líderes latinoamericanos denunciaron con justa
razón la pasividad o la complicidad de grandes potencias democráticas ante los
graves crímenes cometidos contra la población civil, entre 1970 y 1990, por las
dictaduras militares en Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y tantos
otros países mártires de Centro y Suramérica.

Por eso sorprendió que, cuando en Libia, a partir del 15 de febrero, empezaron
las protestas sociales pacíficas, inmediatamente reprimidas por las fuerzas del
coronel Gadafi con desmedida violencia (233 muertos en los primeros días) (8),
ningún mensaje de solidaridad con los civiles reprimidos llegase de América
Latina. Ni tampoco al estallar, el 20 de febrero, el \”Tripolitazo\”: cuando
unos 40.000 manifestantes denunciaron la carestía de la vida, la degradación de
los servicios públicos, las privatizaciones impuestas por el FMI, y la ausencia
de libertades.

Igual que durante el \”Caracazo\” del 27 de febrero de 1989 en Venezuela, esa
insurrección tripolitana, retransmitida por decenas de testigos oculares, se
extendió como reguero de pólvora por toda la capital, se multiplicaron las
barricadas, ardió la sede del Gobierno, las comisarías fueron incendiadas, los
locales de la televisión oficial saqueados, el aeropuerto ocupado y el palacio
presidencial asediado. El régimen libio empezó a tambalearse.


En semejantes circunstancias, cualquier otro dirigente razonable hubiese
entendido que la hora de negociar y de abandonar el poder había llegado (9). No
así el coronel Gadafi. A riesgo de sumir a su país en una guerra civil, el
\”Guía\”, en el poder desde hace 42 años, explicó que los manifestantes eran
\”jóvenes a los que Al Qaeda había drogado echándoles píldoras alucinógenas en
el Nescafé\”… (10). Y ordenó a las Fuerzas Armadas reprimir las protestas a
cañonazos y con fuerza extrema. El canal Al Jazeera mostró los aviones
militares
ametrallando a los manifestantes civiles (11).
En Bengasi, para defenderse contra la brutalidad de la represión, un grupo de
protestatarios asaltó un arsenal de la guarnición local y se apoderó
de miles de
armas ligeras. Varios destacamentos militares, enviados por Gadafi para sofocar
en sangre la protesta, se sumaron, con tanques y pertrechos, a la rebelión. En
condiciones muy desfavorables para los insurrectos, empezaba la guerra
civil. Un
conflicto impuesto por Gadafi contra un pueblo que estaba pidiendo
pacíficamente
el cambio.

Hasta ese momento, las capitales de la América Latina progresista siguen
silenciosas. Ni una palabra de solidaridad, ni tan siquiera de
compasión con los
rebeldes civiles que luchan y mueren por la libertad.

Hasta que, el 21 de febrero, en un intento de alejar cualquier acusación contra
ella, la diplomacia británica -cuya responsabilidad es central en la
rehabilitación del coronel Gadafi a partir de 2004 en la escena internacional-
por la voz del ministro de Exteriores William Hague, anuncia que el líder libio
\”podría haber huido de su país y estar dirigiéndose a Venezuela\” (12).


Es falso. Y Caracas lo desmiente rotundamente. Pero los medios de comunicación
internacionales muerden el cebo, y ponen de inmediato los focos sobre la
conexión que el Foreign Office ha sugerido. Minimizando los ostentosos
recibimientos del dictador libio en Roma, Londres, París o Madrid, la prensa
mundial insiste en las relaciones del \”Guía\” con Caracas. El propio
Gadafi cae
en la celada y también menciona a Venezuela en su primer discurso desde el
comienzo de las protestas. Lo hace para negar su huida a ese país, pero ello da
pie a nuevas especulaciones sobre el \”eje Trípoli-Caracas\”. Gadafi añade:
\”Los manifestantes son ratas, drogados, un complot de extranjeros, de
norteamericanos, de Al Qaeda y de locos\” (13).


Esta perezosa jácara del \”complot norteamericano\” es retomada como argumento
por varios dirigentes progresistas suramericanos –Daniel Ortega, presidente de
Nicaragua, entre otros–, para expresar ahora, cada uno a su modo, una clara
solidaridad con el dictador libio (14) bajo los sufridos pretextos de que la
\”situación es confusa\”, que los \”medios de comunicación mienten\” y que
\”nadie sabe quiénes son los rebeldes\”.
Ni una frase de compunción hacia un pueblo sublevado contra un tirano militar
que manda disparar contra sus propios ciudadanos. Ninguna alusión tampoco a la
famosa sentencia del Libertador Simón Bolívar: \”Maldito sea el soldado que
vuelve las armas contra su pueblo\”, doctrina fundamental del bolivarianismo.

La inmensidad del error político sobrecoge. Una vez más, unos gobiernos
progresistas conceden prioridad, en materia de relaciones internacionales, a
cínicas consideraciones estratégicas que se hallan en perfecta
contradicción con
su propia naturaleza política. ¿Les conducirá ese razonamiento a expresar
también su apoyo a otro infrecuentable tiranillo local, Bachar El Asad,
presidente de Siria, un país que vive bajo estado de alarma desde 1962 y cuyas
fuerzas de represión tampoco han dudado en disparar con fuego real contra
pacíficos manifestantes desarmados?

En lo que respecta a Libia, la única iniciativa latinoamericana
positiva, fue la
del presidente de Venezuela Hugo Chávez quien propuso, el 1 de marzo,
el envío a
Trípoli de una Comisión internacional de mediación constituida por
representantes de países del Sur y del Norte para tratar de poner fin a las
hostilidades y negociar un acuerdo político entre las partes.
Rechazada por Seif
el Islam, el hijo del \”Guía\”, pero aceptada por Gadafi, esta importante
tentativa de mediación será torpemente descartada por Washington,
París, Londres
y los propios insurgentes libios.


A partir de ahí, las cancillerías progresistas suramericanas van a insistir en
su apoyo a un perfecto iluminado. Hace, en efecto, decenios que Muamar
el Gadafi
dejó de ser aquel capitán revolucionario que, en 1969, derrocó a la monarquía,
expulsó de su país las bases militares estadounidenses y proclamó una singular
\”República árabe y socialista\”.

Desde el final de los años 1970, su errática trayectoria y sus delirios
ideológicos (véase su disparatado Libro Verde) lo han convertido en un dictador
imprevisible, tornadizo y jactancioso. Semejante a aquellos tiranos locos que
América Latina conoció en el siglo XIX con el nombre de \”caudillos bárbaros\”
(15). Ejemplos de sus trastornos: la expedición militar de 3.000 hombres que
lanzó, en 1978, en auxilio del sanguinario Idi Amín Dadá, otro demente
presidente de Uganda… O su afición a un juego erótico con chicas
menores llamado
\”bunga bunga\” que le enseñó a su socio italiano Silvio Berlusconi… (16).

Gadafi jamás se ha sometido a ninguna elección. En torno a su imagen ha
establecido un culto de la personalidad que linda con el endiosamiento. En la
\”masocracia\” (Jamahiriya) libia no existe ningún partido político, sólo hay
\”comités revolucionarios\”. Habiéndose autoproclamado \”Guía\” vitalicio de su
país, el dictador se considera por encima de las leyes. En cambio, el vínculo
familiar es, según él, fuente de Derecho. Basado en ello, por antojo, nombró a
sus hijos para los puestos de mayor responsabilidad del Estado y los de mayor
rentabilidad en los negocios.
Tras la (ilegal) invasión de Irak en 2003, temiendo ser el siguiente de la
lista, Gadafi se arrodilló ante Washington, firmó acuerdos con la
Administración
de Bush, erradicó sus armas de destrucción masiva e indemnizó a las víctimas de
sus atentados terroristas. Para complacer a los \”neocons\” estadounidenses se
erigió en un perseguidor de Osama Ben Laden y de la red Al Qaeda. Estableció
también acuerdos con la Unión Europea para convertirse en cancerbero retribuido
de los emigrantes africanos. Pidió ingresar en el FMI (17), creó zonas
especiales de libre comercio, cedió los yacimientos de hidrocarburos a las
grandes transnacionales occidentales y eliminó los subsidios a los productos
alimenticios de primera necesidad. Inició el proceso de privatización de la
economía, lo que provocó un importante aumento del desempleo y agravó las
desigualdades.


El \”Guía\” protestó contra el derrocamiento del dictador tunecino Ben Alí a
quien consideraba como \”el mejor gobernante de la historia de Túnez\”. En
materia de inhumanidad, sus fechorías son incontables. Desde su apoyo a
conocidas organizaciones terroristas hasta su demostrada participación en
atentados contra aviones civiles, pasando por su encarnizamiento contra cinco
inocentes enfermeras búlgaras torturadas durante años en prisión, o el
fusilamiento sin juicio, en la siniestra cárcel Abú Salim de Trípoli, en 1996,
de un millar de prisioneros originarios de Bengasi (18).


La actual revuelta empezó precisamente en esa ciudad cuando, el 15 de febrero,
las familias de estos fusilados, animadas por las protestas en los países
árabes, se echaron a la calle para exigir pacíficamente la liberación del
abogado Fathy Terbil quien, desde hace quince años, defiende el derecho a
recuperar los cuerpos de sus parientes ejecutados (19). Las imágenes mostrando
la brutalidad de la represión de esta manifestación –difundidas por las redes
sociales y el canal Al Jazeera– escandalizaron a la población. Al día
siguiente,
las protestas se habían ampliado masivamente y extendido a otras ciudades. Sólo
en Bengasi, 35 personas fueron asesinadas por la policía y las milicias
gadafistas (20).

Tan alto grado de ensañamiento contra la población civil (21) hizo
legítimamente
temer, a mediados de marzo, cuando las huestes gadafistas empezaron a cercar
Bengasi, que se cometiese un baño de sangre. En un discurso dirigido a \”las
ratas\” de esa ciudad, el \”Guía\” dejó muy claras sus intenciones: \”Llegamos
esta noche. Empezad a prepararos. Os iremos a sacar del fondo de vuestros
armarios. No habrá piedad\” (22).

En ayuda de los asediados libios, que reclamaban a gritos ayuda internacional
(23), deberían haber acudido en primer lugar los pueblos recientemente
liberados
de Túnez y Egipto. Era su responsabilidad principal. Pero lamentablemente los
Gobiernos de estos dos países no supieron estar a la altura de las
circunstancias históricas.


En ese contexto de urgencia, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó, el 17 de
marzo, la resolución 1973 que establece un régimen de exclusión aérea en Libia
con el fin de proteger a la población civil y hacer cesar las
hostilidades (24).
La Liga Árabe había dado su acuerdo preliminar. Y, cosa excepcional, la
resolución fue presentada por un Estado árabe: el Líbano (además de Francia y
Reino Unido). Ni China, ni Rusia, que disponen de derecho de veto, se
opusieron.
Brasil y la India tampoco votaron en contra. Varios países africanos se
pronunciaron a favor: Sudáfrica (la patria de Mandela), Nigeria y Gabón. Ningún
Estado se opuso.

Se puede estar en contra de la estructura actual de Naciones Unidas, o estimar
que su funcionamiento deja mucho que desear. O que las potencias occidentales
dominan esa organización. Son críticas aceptables. Pero, por ahora, la ONU
constituye la única fuente de derecho internacional. En ese sentido, y
contrariamente a las guerras de Kosovo o de Irak que nunca tuvieron el aval de
la ONU, la intervención actual en Libia es legal, según el derecho
internacional; legítima, según los principios de la solidaridad entre
demócratas; y deseable, para la fraternidad internacionalista que une a los
pueblos en lucha por su libertad.

Se podría añadir que potencias musulmanas reticentes en un primer momento como
Turquía han acabado por participar en la operación.
Se podría recordar también que si Gadafi, como era su intención,
hubiese anegado
en sangre la insurrección popular, habría enviado una señal de vía libre a los
demás tiranos de la región. Alentándolos de ese modo a aplastar ellos también,
sin miramientos, las protestas locales. Basta con observar que, en cuanto las
tropas de Gadafi se aproximaron a sangre y fuego en medio de la pasividad
internacional a Bengasi, los regímenes de Bahréin y de Yemen no dudaron ya en
disparar con fuego real contra los manifestantes pacíficos. No lo habían hecho
hasta entonces. Pero apostaron a su vez por el inmovilismo internacional.


La Unión Europea, en particular, tiene una responsabilidad específica en este
asunto. No sólo militar. Es menester pensar en la próxima etapa de
consolidación
de las nuevas democracias que van a ir surgiendo en esta región tan vecina.
Apoyar la \”primavera árabe\” supone asimismo el lanzamiento de un verdadero
\”Plan Marshall\”, o sea, una ayuda económica masiva \”semejante a la que se
ofreció a Europa del Este después de la caída del muro de Berlín\” (25).


¿Significa todo esto que la operación Amanecer de la Odisea no plantea
problemas? En absoluto. En primer lugar, porque los Estados u
Organizaciones que
la capitanean (Estados Unidos, Francia, Reino Unido, OTAN) son los
\”sospechosos
habituales\” implicados en múltiples aventuras guerreras sin la mínima
cobertura
legal, legítima o humanitaria. Aunque esta vez los objetivos de solidaridad
democrática parecen más evidentes que los nexos con la seguridad nacional de
Estados Unidos, cabe preguntarse ¿desde cuándo les ha importado a estas
potencias la democracia en Libia? Por ello carecen de credibilidad.


Segundo: existen otras injusticias en esta misma región -el sufrimiento
palestino, la intervención militar saudí en Bahréin contra la indefensa mayoría
chií, la desproporcionada brutalidad de los Gobiernos de Yemen y de
Siria…- ante
las cuales las mismas potencias que atacan a Gadafi hacen la vista gorda dando
prueba de una doble moral.


Tercero: el objetivo debe ser el que fija la resolución 1973, y sólo ése: ni
invasión terrestre, ni víctimas civiles. La ONU no ha dado licencia para
derrocar a Gadafi, aunque bien parece que ese sea el objetivo final (e ilegal)
de la operación. En ningún caso esta intervención debe servir de
precedente para
otras aventuras guerreras contra Estados situados en el punto de mira de las
potencias occidentales dominantes.

Cuarto: la historia enseña (y el caso de Afganistán lo demuestra) que es más
fácil entrar en una guerra que salir de ella.


Y quinto: el olor a petróleo de toda esta operación apesta.
Los pueblos árabes están sin duda sopesando lo justo y lo injusto de la actual
intervención militar en Libia. En su gran mayoría apoyan a los insurgentes
(aunque se siga sin saber bien quiénes son y aunque se sospeche que varios
elementos indeseables figuran en el actual Consejo Nacional de Transición). Por
el momento, hasta finales de marzo, en ninguna capital árabe se han producido
manifestaciones de rechazo a la operación. Al contrario, como estimuladas por
ella, nuevas protestas contra las autocracias se intensificaron en Marruecos,
Yemen, Bahréin… Y sobre todo en Siria.
Obtenida la zona de exclusión aérea y a salvo ya la población civil de Bengasi,
las dos principales exigencias de la Resolución 1973 estaban cumplidas
a finales
de marzo. Aunque otras demandas no lo estaban aún (el cese el fuego
por parte de
las fuerzas gadafistas, y la garantía por éstas de acceso seguro a la ayuda
humanitaria internacional), a partir de ese momento los bombardeos debieron
cesar. Tanto más cuanto la OTAN, que no ha recibido mandato internacional para
ello, ha asumido el 31 de marzo el liderazgo militar de la ofensiva. La
Resolución tampoco autoriza a armar, entrenar y dirigir militarmente a los
rebeldes. Porque ello supone un mínimo de fuerzas extranjeras (\”comandos
especiales\”) presentes en el suelo libio, lo cual está explícitamente excluido
por la resolución 1973 del Consejo de Seguridad.

Es urgente que los miembros de ese Consejo de la ONU vuelvan ahora a
consultarse; que se tenga en cuenta la posición de China, Rusia, la India y
Brasil para imponer un alto el fuego inmediato y buscar una salida no
militar al
drama libio.

Una solución que tome en cuenta también la iniciativa de la Unión Africana,
garantice la integridad territorial de Libia, impida toda invasión terrestre de
fuerzas extranjeras, preserve las riquezas del subsuelo contra la rapacidad de
algunas potencias foráneas, ponga fin a la tiranía, y reafirme la aspiración a
la libertad y a la democracia de los ciudadanos.

En Libia, sólo una salida política negociada por todas las partes será justa.

Notas

(1) Léase Ignacio Ramonet, “Cinco causas de la insurrección árabe”, Le Monde
diplomatique en español, marzo de 2011.
(2) Léase Ignacio Ramonet, \”Túnez, Egipto, Marruecos, esas dictaduras
amigas\”,www.monde-diplomatique.es/
(3) Christophe Ventura, \”Entrevista con Samir Amin\”, Mémoire des luttes,
París, 29 de marzo de 2011.
(4) Fidel Castro, \”La Rebelión Revolucionaria en Egipto\”, Granma, La Habana,
14 de febrero de 2011.
(5) Léase, por ejemplo, Santiago Alba y Alma Allende, \”Del mundo árabe a
América Latina\”, Rebelión, 24 de febrero de 2011; y Atilio Borón, \”No
abandonar a los pueblos árabes\”, Página 12, Buenos Aires, 7 de marzo de 2011.
(6) Error que ya cometió dos veces la revolución cubana cuando apoyó la
intervención militar del Pacto de Varsovia en Praga para aplastar la
insurrección popular checoslovaca en agosto de 1968, y cuando aprobó
la invasión
de Afganistán por la Unión Soviética en diciembre de 1979.
(7) Léase Ignacio Ramonet, Irak, historia de un desastre, Debate, Madrid, 2005.
(8) Agencia Reuters, 21 de febrero de 2011.(9) En América Latina, ante
protestas
populares de gran envergadura, varios presidentes (elegidos
democráticamente) se
resignaron a renunciar a su cargo. Tres de ellos en Ecuador: Abdalá Bucarán,
\”por incapacidad mental\”, en 1997; Jamil Mahuad, en 2000; y Lucio Gutiérrez,
en 2002. Dos en Bolivia: Gonzalo Sánchez de Lozada, en 2003; y Carlos Mesa, en
2005. Uno en Perú, Alberto Fujimori, en 2000. Y otro en Argentina, Fernando de
la Rúa, en 2001.
(10) El País, Madrid, 24 de marzo de 2011.(11) The Guardian, Londres, 21 de
febrero de 2011.
(12) Agencia AFP, 21 de febrero de
2011.(13) www.rue89.com/2011/02/22/kadhafi-je-suis-a-tripoli-pas-au-venezuela-191416

(14) El más antiimperialista de los líderes árabes, Hassan Nasrallah,
secretario
general del Hezbolá libanés, ha declarado que es \”irracional\” decir que las
revoluciones árabes, y singularmente la libia (que cuenta también con el apoyo
de Irán), fueron preparadas en cocinas estadounidenses. Discurso del Hassan
Nasrallah, 19 de marzo de
2011.http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=&inicio=0
(15) Alcides Arguedas, Los Caudillos bárbaros, editorial Vda L. Tasso,
Barcelona, 1929. Léase también Max Daireaux, Melgarejo, Editorial
Andina, Buenos
Aires, 1966.
(16) Cf. Quentin Girard, \”Toi vouloir faire bunga-bunga?\”, Slate,
París, 12 de
noviembre de 2010. http://www.slate.fr/story/30061/bunga-bunga-berlusconi
(17) Léase \”Le Rapport du FMI qui félicite la Libye\”, in Mémoire des luttes,
París, 11 de marzo de 2011. http://www.medelu.org/spip.php?article761
(18) Léase, Brian May, \”Informe sobre Libia\”, Amnistía
Internacional, Londres,
27 de mayo de
2010. http://www.amnesty.be/doc/communiques-et-publications/Les-rapports-annuels/Le-rapport-annuel-2010/Moyen-Orient-et-Afrique-du-nord,2038/article/libye-16281

(19) Cf. Evan Hill, \”The day the Katiba fell\”, Al Jazeera English, 2 de marzo
de
2011.http://english.aljazeera.net/indepth/spotlight/libya/2011/03/20113175840189620.html

(20) Ibid.
(21) Estos y otros crímenes han conducido al fiscal jefe de la Corte Penal
Internacional, el argentino Luis Moreno Ocampo, a abrir una
investigación contra
Muamar el Gadafi, acusado de \”crímenes contra la humanidad\” por el Consejo de
Derechos Humanos de Naciones Unidas.
(22) Agencia AFP, 17 de marzo de 2011.
(23) Léase Khaled Al-Dakhil, \”Pourquoi tant d\’hésitations?\”, Al-Hayat,
Londres (reproducido por Courrier Internacional, París, 17 de marzo de 2011).
(24) http://www.un.org/spanish/docs/sc/
(25) Nouriel Roubini, \”Un plan Marshall pour le printemps arabe\”, Les Échos,
París, 21 de marzo de 2011.
Le Monde Diplomatique (edición española]
RM
saguete@gmail.com

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